Alejandro Agostinelli
10.03.2009
A comienzos de los ochenta yo era un veinteañero fascinado por los
ovnis. La posibilidad de que la Tierra estuviera siendo visitada por
seres del espacio exterior me había hechizado. Tanto que ir a la
escuela me parecía una pérdida de tiempo. ¿Para qué estudiar si la
ciencia terrestre pronto iba a ser revolucionada por una superciencia
alienígena? Tampoco sabía nada de trampas lógicas, claro. Pero vivía en
Vicente López, el mismo barrio de Juan Salvo, el héroe de El Eternauta.
Y cuando me rateaba del colegio iba a la casa de Adalberto Ujvari, un
amigo que vivía ahí nomás, en Florida. Adal era parte de una comunidad
que estudiaba unos informes que llegaban por correo ordinario desde
distintas ciudades del mundo. Estos corresponsales, muy activos durante
la España de Franco, afirmaban proceder del planeta Ummo. Partidarios
del escepticismo, eran nuestros extraterrestres favoritos. Una noche,
Adal me hizo escuchar un programa de radio español. Entre los ummólogos
invitados había un chico de unos doce años. Se llamaba Javier Sierra,
soñaba con ser periodista y su prosa era seductora, envolvente. En 1991
nos conocimos en Santander, España, en unas jornadas organizadas por la
revista Cuadernos de Ufología. Volvimos a coincidir en congresos
similares y nos hicimos amigos. Tanto que los Refutadores de Leyendas,
una cofradía a la que pertenecí en los noventa, siempre me reprochó esa
amistad. Obvio: Javier fue director de una revista esotérica, cree en
los ovnis, en lo paranormal y en las sincronicidades (es decir, en las
“concordancias significativas a-causales”, Jung dixit).
En
1997, Javier vio dos caminos posibles: insistir con el periodismo (que
si se ejerce con honestidad exige hacer más preguntas que dar
respuestas) o celebrar la fuga de la realidad. Javier eligió el camino
del medio: comenzó a escribir ficciones y a alimentar su imaginación
con las historias increíbles que recopiló durante sus viajes por el
mundo. De la fusión de documentos extraordinarios y su pasión por la
especulación histórica nacieron sus cuatro novelas: La dama azul
(1998), Las puertas templarias (2000), El secreto egipcio de Napoleón
(2002) y La cena secreta (2004). La cuarta fue la vencida. En España
vendió 350 mil ejemplares y en Estados Unidos otro tanto. Fue la
primera vez que un autor español se clavó en la lista de best sellers
en The New York Times. Javier Sierra se podría haber dedicado al dolce
far niente con lo que le pagó por derechos la Simon & Schuster
–medio millón de dólares–, pero los anglosajones le pidieron La dama
azul y decidió reescribirla. “Le dejé el título para no decepcionar a
los lectores de la primera versión, pero la rehice por completo”, me
explicó Javier en Cumaná, donde lo invité a probar las mejores
empanadas salteñas de la galaxia. No le quise decir que cenamos allí
porque mis amigos escépticos evitan la zona: el restaurante está a la
vuelta de la única megalibrería donde la ciencia es un saber prohibido.
Kier, claro. Fuimos. Tras pasar a trancos largos estanterías colmadas
de manuales de autoayuda, recetarios macrobióticos y autobiografías de
gurúes, pregunté por la sección ovni. “Al fondo a la derecha”, indicó
el vendedor. Allí, Javier enfrentó una sorpresa mayor: “¡Estas
ediciones no las conozco!”. Eran tres novelas suyas, publicadas por
Plaza & Janés. “¡Si al menos hubieran avisado!”. Las editoriales no
juegan limpio, ni aquí ni en Marte, le digo. Enfilamos a El Ateneo. El
sentido de esta nota era denunciar al bar de la librería (pagar por un
café, un té helado y una gaseosa 17 pesos te quita las ganas de ser un
tipo culto). Pero pasó algo mejor. Javier se interesó por un librito
mío que está por salir. Solidario, me enseñó un truco: “Que lo lea
algún amigo prestigioso y lo comente en una línea. El dato ayuda al
librero y orienta al lector”. Buena idea, le dije. “Pero mis amigos son
unos atorrantes.” No termino la frase y veo en otra mesa a Juan José
Sebreli. “¡Uh, qué flaco está!”, pensé. Lo fui a saludar. “¡Qué gordo
estás!”, me dijo. “Por eso no te reconocí”. Javier me guiñó el ojo. Qué
pena que mi amigo Sierra sea poco conocido en la Argentina. Seguro que
él sí recomendaría mi librito. Ni siquiera me importaría que crea en
tonterías tales como la sincronicidad.
(*) Es autor del blog Magia Crítica, en criticadigital.com